¡PENSÁNDOLO BIEN!
Nelson
Romero Díaz
¡Pensándolo
Bien! es una expresión de uso frecuente utilizada como recurso para salir del
conflicto momentáneo creado por el sí y por el no. También es un paso al frente
dado por un hombre cuando afronta, decidida y definitivamente, un asunto vital
para él.
Escribir
es, pensándolo bien, resumir en pocas palabras las 24 horas de un día
cualesquiera de la vida de una persona; las siete fechas semanales de un taller
mecánico, el mes de un banco de ahorro y préstamo o el año de la administración
de un país.
Se
diría, por ejemplo, que las 24 horas de vida de una persona tiene una
condicionalidad de género ¿sí o no? ¡Claro! Depende si, se es hombre o se es
mujer. Si es de él, es más fácil. Los hombres somos más lineales que ellas: nos
despertamos; unos agradecen el nuevo amanecer, otros, ni pendientes; después,
las higienes bucales y las descargas renales; el café negro o el te; la prensa
del día; el baño; la vestimenta, el encendido del carro y el “primer lazo
esclavizador”: el móvil y..... ¡Run!.....rumbo al trabajo. En cambio, ella;
¡Ay, ella! Hasta que no esta lista, arreglada y bien maquillada no va a la
calle a luchar con denodado esfuerzo.
Describir
detalladamente las jornadas diarias laborables de un taller mecánico es, por
demás, complicado. Comienza el lunes con el común de los eventos: la ausencia
laboral parcial, pero ausencia al fin; los retardos laborales, casi siempre por
“culpa del transporte colectivo” y de la bruma mental debido a los
“espirituosos humores” del domingo. Otro día son los insolentes reclamos del
propietario cuyo vehículo amaneció en el taller, porque no se consiguió el
esparrago de los cauchos. La detención de las actividades normales por causa de
la presencia de la dama que atractivamente ataviada se presenta en el sitio en
la búsqueda de la solución práctica a la avería de su vehículo, con la
consiguiente resequedad bucal dada la impactante belleza y firmeza de su porte
en el trato. La preocupación del dueño del taller porque siendo día jueves, el
suplidor de los repuestos no ha cumplido con la requisición solicitada y pagada
por adelantado desde hace tres semanas. La mortificación del Administrador por
el incumplimiento del pago de la tercera y última cuota de las respectivas
reparaciones vehiculares y porque el viernes, ¡ay, el viernes! Se aparecen las
madres de los muchachos de los que trabajan a buscar “el sobre de la semana”
antes de que aquellos los conviertan en “tercios de piel oscura” o “catiras de
blanca cabellera”.
Las
vivencias de la mensualidad dentro de una entidad de ahorro y préstamo, como la
de cualquier otro banco, son ricas en la generación de espontaneidades que, ya
un productor del programa “Cámara Escondida” desearía captar con un juego de
cámaras fijas; evidentemente, bastaría un día y con ello sería una muestra
estadística de lo que ocurre durante todo el mes. Algunas de ellas son extraordinariamente
hilarantes y otras de profundo abatimiento y es que por una parte, llega una
oleada de jóvenes a los cuales hay que, léase bien: “hay que” y no, “se le debe”,
entregar los requisitos para optar por un crédito vehicular en las condiciones
publicitadas por el spot televisivo. Por otro lado, otra onda de menos jóvenes
llega tras la búsqueda de las respectivas escrituras de las liberaciones
hipotecarias, libradas por la institución tras el pago de la última cuota del
crédito otorgado con garantía del inmueble de su propiedad y entre ambas
oleadas, un hervidero de hombres y mujeres que beneficiados por las promesas
gubernamentales de amor y paz, paz y vivienda, vivienda y “pensión justa” se
presentan a diario a buscar su cuota parte de la tajada del presupuesto
nacional.
Estas
“oleadas”, ráfagas, raudales o como quiera denominarles, se convierten en
verdaderos “tsunamis” para los empleados bancarios, unos más eficientes que
otros; algunos más corteses que otros; varios mejor instruidos que el resto.
Esos “mare magnum” son innumerables, constantes y, pobrecitos las y los empleados,
no abastecen las solicitudes de atención. Días tras días, las peticiones
encarpetadas vienen y carpetas marrones van; petitorias van y el canal de
circulación se atasca; recursos llegan y se agotan y la vida continúa. Mientras
tanto, aumentan los requisitos y entonces, lo que antes era dos días, se
convierten en dos semanas y lo que era, dos semanas pasa a retardarse dos meses
y así progresivamente.
La
descripción de la administración anual de un país es harto complicada, sobre
todo si es Venezuela. Comiéncese por el principio, son 31 y algo más, millones
de historias diarias, incluyendo a los recién nacidos; son 335 organizaciones
municipales y 24 entidades federales con sus respectivas organizaciones
humanas. Un gobierno central con toda su parafernalia institucional y sus
correlacionados. Coincidencialmente, a diario, todos comienzan a trabajar tarde
y terminan temprano. Las ciudades capitales van convirtiéndose en almacenes de
mendigos, de locuras ambulantes, de enfermos itinerantes, de alocadas pausas en
aceras públicas ante miradas indiferentes, de interminables filas de gente útil
buscando un mendrugo de pan a las puertas de un abasto, un supermercado. Las
casas se transforman en inseguras cárceles cuyos propietarios envidian las seguridades
de otros propietarios en recintos carcelarios. Los apartamentos y las demás propiedades
inmobiliarias escasean y sus precios se encarecen. Los sistemas de transporte
masivo están inconclusos y la demanda insatisfecha es exponencial. Reaparecen enfermedades
y virus, desaparecen tratamientos médicos frecuentes y emergentes. Las
ambulancias se paralizan por falta de repuestos y abusos de usuarios. En fin,
en medio de tanta calamidad, allá en el barrio, acá en la urbanización los y
las venezolanas le “echan pichón a la cosa”, manteniendo la cerviz alta y el
orgullo impoluto, mientras el ácido corrosivo del verbo resentido carcome la
lengüeta revolucionaria y los talegos del dinero mal habido viaja en jet sin
saber que a la vuelta de la esquina les espera la pelona.
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